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El Comunismo Anarquista

El anarquismo es una visión del mundo, una filosofía de la sociedad; de hecho, es LA filosofía de la sociedad, y todo aquel que considere al mundo y a la vida humana en su más profundo sentido y en su más completo desarrollo, decidiéndose en consecuencia a favor de la forma social más deseable, no puede dejar de decidirse por el anarquismo. Cualquier otra forma es una media tinta o un parche.

¿Es deseable el anarquismo? Bueno, ¿quién no desea la libertad? ¿Qué hombre, a menos que desee reconocerse a sí mismo como esclavo, llamaría “agradable” a alguna forma de control? ¡Piénsalo!

¿Es posible el anarquismo? Que los intentos por alcanzar la libertad fracasen no significa que la causa esté perdida. El hecho de que hoy la lucha por la libertad sea más clara y más fuerte que nunca antes; el hecho de que hoy existan varias precondiciones para lograr el objetivo; y el hecho de que por lo tanto estemos más cerca de la anarquía de lo que hubiéramos esperado tiempo atrás: todo esto demuestra que ha crecido el deseo de borrar todo autoritarismo de la faz de la Tierra.

Los anarquistas son socialistas porque quieren la mejora de la sociedad, y son comunistas porque están convencidos de que tal transformación de la sociedad sólo puede resultar del establecimiento de una comunidad de bienes.

Los objetivos de los anarquistas y de los verdaderos comunistas son idénticos. ¿Por qué, entonces, a los anarquistas no les basta con llamarse a sí mismos socialistas o comunistas? Porque no quieren ser confundidos con las personas que falsifican esas palabras, como muchos de hoy en día, y porque creen que el comunismo, sin el espíritu del anarquismo, sería un sistema incompleto, menos que deseable.

Comunistas y anarquistas también están de acuerdo en las tácticas. Cualquiera que rechace la sociedad presente buscando condiciones sociales basadas en la distribución de la propiedad es un revolucionario, se llame a sí mismo anarquista o comunista. Pero los anarquistas no son perros sanguinarios que hablan livianamente de revolución para asesinar e incendiar. Hacen propaganda revolucionaria porque saben que la clase privilegiada no puede ser derrocada pacíficamente.

Por lo tanto, para bien del proletariado los anarquistas consideran necesario mostrarle a éste que antes de lograr sus objetivos tendrá que ganar una batalla gigantesca. Los anarquistas se preparan para la revolución social y emplean todos los medios (orales, escritos, e incluso los de hecho) para acelerar el desarrollo revolucionario.

¿Puede alguien que honestamente apoye al proletariado acusarlos por ello? En consecuencia, podemos comprender fácilmente que los capitalistas, la policía, la prensa, el clero y otros hipócritas y filisteos ocupen todo su tiempo en odiarnos con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma y con toda su fuerza.

Pero lo que no parece natural es que dentro del movimiento obrero nos encontremos a cada paso con una hostilidad fanática acompañada de una obstinada estupidez. El mayor obstáculo para el anarquismo entre los socialistas no anarquistas, causante de gran discordia, es el “contrato libre”. Aún así, no es necesario volar hacia un mundo fantástico —sea en Marte, sea en Utopía— para ver cómo operaría el contrato libre. Tomemos, por ejemplo, la Unión Postal Internacional. Las organizaciones postales nacionales que se unen por su propia voluntad pueden retirarse de la misma manera. Las partes contratantes acuerdan lo que se proveerán recíprocamente unas a otras, en orden a lograr un servicio de la más alta practicidad y de la mayor eficiencia. No hay jurisprudencia de derecho internacional que pueda violentar judicialmente al incumplidor.

Sin embargo, el “contrato libre” funciona; en efecto, como el incumplimiento de la promesa implicaría un perjuicio para el incumplidor, cada una de las partes contratantes está interesada en no violar el contrato. Si surgen irregularidades, se discuten y se acuerdan los ajustes entre todos. Esta institución, modelo de la asociación libre, no es un ejemplo aislado. En todos los países, gente que tiene entre sí muy pocas cosas en común forma grupos, asociaciones y sociedades (organizaciones musicales, gimnásticas, comerciales, de ayuda mutua, educativas y políticas; también asociaciones para la promoción de las artes y la ciencia); y todo ello no obstante la naturaleza contradictoria de los asociados y no obstante la imposibilidad de que los asociados puedan ser forzados a cumplir los acuerdos. En estos convenios todo lo que se hace es a causa de la ventaja que obtiene cada miembro.

¡Es absurdo afirmar que estas organizaciones no podrían funcionar sin el control de un poder superior! De hecho, siempre que el gobierno se ha metido con ellas, ha sido sólo para perturbarlas y obstaculizarlas. Más aún, cuando esta clase de intervención tiene lugar, las organizaciones se movilizan enérgicamente para ponerle fin.

En una sociedad libre e igualitaria no puede haber otra cosa que el contrato libre; la cooperación forzada viola la libertad y la igualdad. La cuestión central es si en una sociedad futura las diversas organizaciones (creadas y funcionando de acuerdo a los contratos libres) estarán centralizadas o tendrán un carácter federativo. Sostenemos que lo correcto y necesario es el federalismo, porque la experiencia nos ha enseñado que la centralización lleva inexorablemente a una monstruosa acumulación del poder total en pocas manos; la centralización genera el abuso de poder, la dominación de unos pocos y la pérdida de la libertad de muchos. Además, no vemos nada útil o necesario en la centralización. Si esperamos, e incluso asumimos, que la cuestión social se solucionará a través del comunismo (y no sólo en tal o cual país, sino en el mundo entero), cualquier idea de centralización ha de ser una monstruosidad. Piénsese en una comisión central de panaderos, reunidos en Washington, prescribiendo a los panaderos de Pekín y Melbourne el tamaño y la cantidad de bollos que deben hornear.

Como los hombres del futuro ya no serán anacrónicamente tontos, no cometerán ese absurdo. Regularán sus asuntos tal como la práctica y la experiencia se lo señalen. Los miopes objetan que hoy ya existe esa libertad en los asuntos económicos, y que si el gobierno no interfiriera, ella provocaría abusos. Recogemos este argumento de nuestros adversarios y se lo devolvemos corregido para enseñarles algo: lo que genera la cuestión social es el abuso que hace la propiedad de la libertad económica. La propiedad privada, resguardada por el Estado, explota de manera creciente al pobre; y los pobres cada vez menos pueden gozar de lo que producen. Si el gobierno no sostuviera esta estafa con todo su corazón, las masas no la sufrirían.

Sí, el Estado es el poder organizado de la propiedad. Por lo tanto, el desposeído debe destruir al Estado, eliminar la propiedad privada y establecer la propiedad en común.

A diferencia de la tradición liberal-burguesa, el comunismo no necesita del Estado para lograr su libertad y su igualdad. Para el comunismo, la fuerza del Estado es perturbadora y restrictiva.

Llegamos así a la principal objeción que se le hace al comunismo: que en él, se nos dice, el individuo quedaría preso de la colectividad y ya no podría dirigir su propia existencia. Esta objeción está pensada para espantar a toda personalidad original (y también a todo vulgar filisteo) con la eventual pérdida de su individualidad. Nosotros sólo debemos repetir que únicamente bajo el comunismo el individuo puede realizarse propiamente como tal y dirigir su propia vida. Y a la inversa, también se nos cuestiona que el anarquismo aísla a las personas y disuelve la sociedad. No es así, respondemos. Nuestras argumentaciones lo demuestran: el individuo se desarrolla completamente en el sistema de la propiedad-en-común. Tampoco impide el anarquismo la cooperación entre algunos, muchos o todos, según se quiera, para el logro de los objetivos comunes.

Después de todo, ¿qué socialista sostendría sin ruborizarse que no es revolucionario? Nosotros decimos: ¡ninguno!

Y todo revolucionario favorece siempre la propagación de sus principios. Hemos dicho que un hecho puede hacer más propaganda que cientos de discursos, miles de artículos y decenas de miles de folletos, pero también afirmamos que un acto arbitrario de violencia no necesariamente surte ese efecto.

En resumen, la propaganda por el hecho no es un caballito de batalla que montamos para dejar de lado otros tipos de propaganda. Por un lado, si bien no nos estancamos con la ilusión de ilustrar al proletariado entero antes de concurrir a la batalla, por otro lado, tampoco tenemos duda de que debe hacerse la mayor ilustración posible a través de la agitación oral y escrita.

Afortunadamente, hoy en día ningún país está más apto para la agitación anarquista que América.[1] Aquí ya nadie quiere seguir experimentando con el Estado del pueblo. Tras más de un siglo de experimento, el resultado ha sido el más rotundo fracaso (la guerra civil), y los futuros constructores de Estados han aprendido bien su lección. Cualquiera que mire hacia América verá que el barco navega impulsado por la estupidez, la corrupción o el prejuicio. Hace ya tiempo que las personalidades nobles e inteligentes se han desilusionado con el gobierno; ahora éstas evitan votar, y aunque no lo sepan, son anarquistas.

Tanto el observador agudo y elevado como el pensador independiente ven en el Estado del pueblo una burda superstición y ya están listos para escuchar a los anarquistas. Por último, dígase lo que se diga, una cosa es segura: el bienestar de la humanidad, que el futuro puede y debe traer, depende del comunismo. Esto excluye lógicamente toda autoridad y servidumbre, y por lo tanto, equivale a la anarquía. El camino que lleva a esa meta es la revolución social. Por medio de una acción internacional enérgica y sin tregua, ella eliminará la dominación de clase y establecerá una sociedad libre basada en la organización cooperativa de la producción. ¡Viva la Revolución Social! Johann Most

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