El poder corrompe a los mejores
El Estado es nada más que esta dominación y explotación regularizada y sistematizada. Hemos de intentar demostrarlo examinando la consecuencia del gobierno de las masas del pueblo por una minoría, al comienzo tan inteligente y dedicada como se guste, en un Estado ideal, fundado sobre el libre contrato.
Supongamos que el gobierno está confinado solo a los mejores ciudadanos. En un comienzo estos ciudadanos son privilegiados no por derecho, sino por hecho. Han sido elegidos por el pueblo porque son los más inteligentes, ingeniosos, sabios, y valientes y comprometidos. Tomados desde las masas de ciudadanos, quienes son considerados todos iguales, aún no conforman una clase aparte, sino un grupo de privilegiados solo por naturaleza y por esa razón señalados por la elección del pueblo. Su número es necesariamente muy limitado, pues en todos los tiempos y países el número de personas dotadas de cualidades tan destacables que automáticamente comandan el respeto unánime de una nación es, como nos lo enseña la experiencia, muy reducido. Por lo tanto, bajo la pena de tomar una mala opción, el pueblo siempre estará forzado a escoger sus líderes de entre ellos.
Aquí, entonces, la sociedad se divide en dos categorías, si es que aún no decimos dos clases, de las cuales una, compuesta por la inmensa mayoría de los ciudadanos, se somete libremente al gobierno de sus líderes elegidos, la otra, formada por un número pequeño de naturalezas privilegiadas, reconocidas y aceptadas como tales por el pueblo, y encargados por ellos para que les gobiernen. Dependientes de la elección popular, al comienzo se distinguen de la masa de ciudadanos solo por las mismísimas cualidades que les recomendaron para su elección y son naturalmente, los más dedicados y útiles de todos. No se asumen aún para sí mismos ningún privilegio, ningún derecho particular, excepto el de ejercer, en tanto el pueblo lo desee, las funciones especiales con las que han sido encargados. Para el resto, por su manera de vivir, por las condiciones y medios de su existencia, no se separan en modo alguno de todos los demás, de modo que una igualdad perfecta sigue reinando entre todos. ¿Puede esta igualdad ser mantenida por largo? Nosotros afirmamos que no puede y nada es más fácil que probarlo.
Nada es más peligroso para la moral privada de una persona que el hábito de mandar. La mejor persona, la más inteligente, desinteresada, generosa, pura, infaliblemente y siempre se malogrará en este oficio. Dos sentimientos inherentes al poder nunca fallan en producir esta desmoralización; estos son: el desprecio por las masas y la sobreestimación de los méritos propios.
“Las masas,” una persona se dice a sí misma, “reconociendo su incapacidad de gobernar por su propia cuenta, me han elegido a mí como su jefe. Mediante ese acto han proclamado públicamente su inferioridad y mi superioridad. Entre esta multitud de personas, reconociendo difícilmente algún igual a mí, solo yo soy capaz de dirigir los asuntos públicos. El pueblo tiene necesidad de mí; ellos no pueden arreglárselas sin mis servicios, mientras que yo, por el contrario, puedo arreglármelas muy bien por mí mismo; ellos, por lo tanto, deben obedecerme por su propia seguridad, y al condescender en obedecerles, les estoy haciendo un buen favor”.
¿Acaso no hay algo en todo ello como para hacer que una persona pierda su cabeza y su corazón también, y que se desquicie de orgullo? Es así que el poder y el hábito de mandar se vuelven incluso para el más inteligente y virtuoso, una fuente de aberración, tanto intelectual como moral. Mijaíl Bakunin